Pedir es casi siempre humillante y cansado. Es humillante porque el que pide se descubre y se muestra vulnerable y porque se arriesga a ser rechazado. Es cansado porque exige perseverancia. Por eso piden los pobres, los que necesitan tanto de la liberalidad ajena que son capaces de arrostrar la humillación y el rechazo. Piden los que ha comprendido que sus fuerzas no bastan y se han descubierto profundamente dependientes. Piden los que han agotado todas las vías y no les queda ya nada por intentar. Piden también los que aman por el bien del ser amado; los que sienten la imperiosa necesidad de restablecer la justicia y el derecho. Piden aquellos para los cuales lo pedido es más importante que su nombre o su fama. En definitiva, piden los pobres de espíritu, los necesitados; y piden sin desfallecer porque creen en lo que piden. El problema no está en si Dios concede o no lo que se le pide, sino en qué se le pide y cómo se le pide. Muchas veces pedimos con mentalidad de ricos, no sabemos o no queremos esperar. Otras veces pedimos cosas superfluas, vanas e irrelevantes, y después de un tiempo de petición infructuosa, descubrimos la frivolidad de nuestra petición .
Jesús nos compara en la parábola con una viuda (persona especialmente necesitada y vulnerable) que pide se le haga justicia. Aquella mujer sabía lo que pedía y por qué lo pedía y por eso pudo perseverar.
Dios nos quiere conceder lo que necesitamos pero somos nosotros los que tenemos que descubrir qué necesitamos realmente y comprender que verdaderamente estamos necesitados de ello. Entonces Dios lo concede.
Pero la fe desaparece cuando uno deja de saberse necesitado y solo confía en sí mismo.
Que María nos ayude a descubrirnos necesitados de Dios y a pedirle su Gracia cada día.
Amén
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